Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
DESCUBRIMIENTO DE LAS REGIONES AUSTRALES



Comentario

De cómo se descubrió una isla y se reconoció la del volcán, y la pérdida de la nao almiranta


El tropel de todas estas cosas y por decir, las pasó el adelantado con mucho sufrimiento, procurando evitar pecados públicos y secretos, en que hizo cuanto pudo, y más en procurar la paz de todo, dando ejemplo. Con las cuentas en las manos, y sin juramento mandaba sin perder día rezar la salve, delante de una imagen de Nuestra Señora de la Soledad (que el piloto mayor lleva por ser su devoción), y las vísperas días festivos los hacía celebrar solemnemente, banderas tendidas y gallardetes colgados, tocando los instrumentos de guerra. Hacía ser diestros a los soldados, y cada tarde alarde; por su persona acudía a las obras del galeón, ayudando a cuanto podía, aunque fuese en lo de más trabajo.

En este estado se hallaba la capitana cuando de la almiranta se pidió al adelantado una barca de leña, diciendo que a falta de ella habían quemado cajas y cataes e iban gastando las obras muertas de la nao. Esta se dio, y el otro día se llegó a la capitana a dar, como era costumbre, el buen viaje, y el maestre de ella significó al general su mucha necesidad y le suplicó no se apartase de su compañía, con que estarían todos animados. Pidióle socorro de agua, diciendo que sólo tenían nueve botijas de ella; mostróse el almirante con mucha tristeza y dijo que las faltas de su nao eran muchas y su determinación morir con aquella gente; pues a su causa habían venido allí. El adelantado los alentó cuanto pudo y les mandó diesen velas, que ya sus islas no podían estar lejos. Representóle el maestre que por llevar poco lastre iba la nao muy celosa, y a esta causa no sufría mucha vela, y que pues tenía ciento y ochenta y dos personas, que siquiera le diese veinte botijas de agua: el adelantado, aunque en su nao había en aquella ocasión más de cuatrocientas llenas, no quiso dar ninguna por parecerle embite falso.

Destos y otros malos tragos se pasaban, navegando hasta siete de septiembre, que este día, con viento Sudeste algo recio, se navegó a popa con sólo el trinquete bajo, sin boneta, al oeste franco. Había por la proa gran cerrazón de una estable y fumosa ceja, y por esta razón mandó el piloto mayor a la galeota y fragata, fuesen delante a vista la una de la otra y del galeón, y que si viesen tierra o bajos u otra cosa de que avisar, hiciesen por señas dos lumbres, que otro tanto se haría en respuesta o en aviso; pero pudo tanto el recelo que se quedaron luego atrás la noche.

Con esta trabajosa duda se iba navegando con el cuidado a que tal noche obligaba, y como a las nueve de ella vio la nao almiranta, y a las once por la banda de babor estaba un grande y muy espeso nublado, que por aquella parte suya cubría el horizonte; los marineros, y todos los que levantaban los ojos puestos en él, dudosos si era tierra. Corrió el nublado su cortina, que era un grueso aguacero, y luego muy a lo claro se vio tierra, de que no estaba una legua, y reconocida con el regocijo que suele, en alta voz se pregonó la tierra, que todos salieron a ver. Cogióse al galeón la vela y puesto de mar en través se hicieron muchas señas a los otros navíos, y tanto, que aunque la noche era oscura, se podían ver a muy gran trecho. Respondieron de los dos y del otro no se vio seña. Pasó la noche enviando Dios el día, con que se vio al Sudeste una punta rasa, algo gruesa y negra por ser abundante de arboleda de muy hermosa vista, y mirando por el navío no se vio la almiranta, de que todos quedaron tristes y confusos, mostrando el sentimiento que era razón se mostrase; y quien más perdió de vista fue doña Mariana de Castro, esposa del almirante, que por su falta bien lloró y continuó, y el general, aunque quiso, no pudo disimular, como todos a quien amargó su parte. Lo que se puede decir es que siempre estuve receloso de la pérdida de esta nao, por muchas razones que se pueden dar, cuya falta por pérdida se dijo en Saña, por ser distancia de mil ochocientas y cincuenta leguas. El otro día al amanecer se dijo por una india que lloraba por muerto a un soldado amigo suyo que iba en ella.

Descubrióse también con el día un solo y amogotado cerro en la mar, alto y muy bien hecho, a modo de pan de azúcar, todo tajado, y a la parte del Sudeste otro cerrito. Pareció su cuerpo de tres leguas; está ocho de la isla, no tiene puerto ni parte a donde poder saltar por el alcantil; es todo pelado por no tener árbol ni cosa verde, sino una color de tierra y piedras de extraña sequedad; tiene algunas hendidas, en especial dos a la parte del Oeste, y por ésas y lo más alto del cerro sale con estruendo mucha cantidad de centellas y tanto fuego, que puedo decir con verdad que diez volcanes que he visto, todos juntos no echan tanto fuego cuanto solo éste echaba. Cuando se descubrió no se vio echar fuego; tenía una punta muy bien hecha, que a pocos días que se tomó puerto en la isla descoronó, reventando con muy gran temblor, que con ser diez leguas distante de él donde surgió, se oyó y sintió moverse el navío; y de allí adelante, de cuando en cuando, había muy grandes truenos dentro de él, y esto al salir de él fuego, y en acabando salía tanto y tan espeso humo que parecía tocaba la superficie cóncava del primer cielo, y después quedaba ordinariamente bruñendo.

Mandó el adelantado a la fragata fuese a bojear el volcán, que al Oeste estaba, por ver si acaso el almirante había pasado a la otra banda de él y a su abrigo estaba en calma, y que viniese en demanda de la isla, y que se iba. A los soldados mandó que se confesasen, y por ponerles gana, él mismo se confesó en público, y el vicario por su parte les persuadió, pues salían a tierra no conocida, a donde no faltarían enemigos ni peligros.